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  • Foto del escritorG.G Melies

El primer escritor fue un niño.

Actualizado: 17 jun 2020

Recuerdo cuando mi abuelo en su sapiencia, me regaló una máquina de escribir con un grueso diccionario Kapeluz el cual me dedicó con cariño junto a mi abuela. Había decidido estrenarla haciendo el resumen que nos pidió el profe de biología sobre “El origen de las especies”, así que me encaminé a la Biblioteca Argentina de la ciudad de Rosario a buscar el libro. De camino devolvería al videoclub el cassette de VHS de “El nombre de la rosa”, película de la cual me juré leer el libro alguna vez. También pagaría por pedido expreso de mamá la cuenta al diariero que venía todos los días y como viven de ello quería cumplir. Esquivaría por un largo tiempo la cuadra donde se hallaban las canchas de paddle, ya que reservé de palabra y mi amigo me plantó porque le quitaban las amígdalas de emergencia. Pero algo me distrajo en ese derrotero, un chirrido espantoso que provenía de las ventanas de innumerables hogares, algo que anticipaba lo que el futuro nos guardaba. Ese sonido era tan molesto que vibraban las cañerías de hidrobronz, los desagües de plomo, los mosaicos, los azulejos y el nerolite de sus amoblamientos… era el ruido espantoso de hordas de impresoras de matriz de punto. ¡Maldita tecnología! ¡Alguien debería frenar su descaro!

¿Dónde quedaban el romántico sonido de la campanita de final de renglón, el golpeteo con frenesí de sus tipos, el cromado exquisito y perfecto de su palanca de paso de renglón, y la mítica y peligrosa palanquita del cambio de colores en rojo y negro?… Luego sentí esa angustia en el pecho, la misma que habrá sentido un cavernícola contador de historias al fuego, cuando vio a sus hijos pintar con carboncillos, tierra y sangre (los ocres solo se permitían para exteriores) dibujos de esas historias en las paredes ante la mirada intransigente de su madre (las mamás también evolucionan). Si uno lo piensa en ellos es natural, es orgánico. Lo mismo que estos al crecer no entendían de sus hijos esas extrañas runas en huesos, tablillas de cortezas y placas de arcilla. Y estos al crecer no daban crédito a sus ojos al ver los primeros jeroglíficos combinados con dibujos sobre papiro y piedra caliza (¡Qué locura! ¡¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro?! ¡¿Adónde iremos a llegar?!). Y los hijos de estos excepcionales diseñadores gráficos egipcios se arrodillaron al creer divinos a los rollos de papel, hasta que sus hijos cansados de enroscar y enroscar para cerrar la lectura, cortaron en cuclillas un pedacito “por accidente” e inventaron con osadía y total descaro a los valores de su familia endogámica “El libro”, “El índice” y “La página” (¡Estas cosas modernas con tantos términos nuevos!). También imaginé las protestas y cortes de pasos de caballo y carruajes por parte del sindicato de desplumadores de aves ante la aparición de la pluma metálica (¡Robótica avanzada quitándonos el trabajo!) y supuse que Gutenberg habrá sufrido más intentos de asesinatos fallidos que Hitler por parte de escribas sacados y enajenados. Los cuales seguro fueron vengados por Remington y Olivetti, haciendo que Gutenberg trague su propia maldita medicina. Y vi el futuro donde un tipo desconocido llamado Jeff B. gritaba –¡Malditos que leen en sus córneas cuánticas, ya nadie lee en mis Kindle! ¡Van a dejarme pelado!

Escribiría sobre esto. Presuroso corrí a la biblioteca, no encontré el libro en el buscador… alguien había archivado mal la ficha, tal vez en otro cajoncito profundo. Por suerte la bibliotecaria se acordaba dónde estaba, “–Me lo hubieras pedido”, me dijo esa anteojuda descarada. Volviendo me detuvo un sonido agradable. En la vereda, frente al local de una disquería, sonaba un gran bafle “Technics”. Me detuve a escuchar. Sonaba el genial rock sinfónico de Génesis, era su último LP y podía escuchar el tema “Dominó” …Because nothing, nothing you can do when you are the next in line. You got to fall domino… Tenía que comprarlo.

Mientras el señor de la disquería me enchufaba un cassette “nuevo” sin rebobinar, me entretenía o distraía con historias de música reproducida por rayos láser. ¡Bah, puras supercherías! Apurado le pedí cuatro baterías etiqueta negra para poder escucharlo en el walkman, al menos dos veces, mientras le contestaba que veía difícil que el gobierno norteamericano deje que su sociedad tenga armas peligrosas en sus hogares. –Allá con la ley no se jode –le dije. Él me contestó feliz de su auspicioso futuro, –Ya lo verás, será un sonido puro, perfecto, para siempre.

El para siempre revoloteó con eco en mi cabeza hasta llegar a casa. Me senté en la máquina de escribir, puse el cassette en mi grabador de periodista monoaural marca “Crown–Mustang” y traté de concentrarme. Pero no pude escribir una letra, parálisis de escritor… así que cerré la tapa de la valija de la máquina, salí con ella a la calle y la puse derechita y prolija contra el cordón, para alguien que la quiera, tal vez un botellero o un buscavidas. Miré a diestra y siniestra y otros hacían lo mismo. Un asteroide de extinción masiva había acabado con esas gigantes y pesadas bestias que solían pastar celulosa de una manera apacible. Y todo sucedió sin percatarnos, delante de nuestros ojos. Volví, encaré a mamá y le dije… –¡Má… quiero una compu nueva!

–Pero… te compramos la que querías la “Commodore Amiga” con salida RCA para conectarla a la tele y grabar en video, además tiene disco rígido externo y memoria expandible escaci.

–Sé que no vas a entender porque tenés más de treinta. Pero las PC AT son el futuro.

Volví a mi cuarto y con una hoja comencé el trabajo de Darwin en manuscrito. Mientras, el cassette seguía avanzando y Phil Collins cantaba “Throwing it all away, is there nothing that I can say to make you change your mind. I watch the world go round and round and see my turning upside down…. Uuhuuu, uuhuuu, uhu, uhu, uhu… Throwing it all away…”

G.G. Melies.


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